
Para quienes no sepan a qué me refiero con este ya
popularizado término, diré que son oficinistas que en la mayoría de los casos trabajan en
grandes empresas o dependencias de gobierno y se les puede identificar por la
forma en la que visten, forma en que se comportan, conviven con sus compañeros y eso sí, tienen su área de trabajo, sí, todo ese tipo de recuerditos, fotos, muñequitos, para
sentirse más como en casa.
Y no me mal interpreten no estoy en contra de quienes este
tipo de vida les fascina y les funciona, los respeto, pero al menos yo,
olvidarme de mis tenis, ¡jamás!, de mi mezclilla ni hablamos, considero que el
trabajo y los resultados habla más del cómo te vistes, del que si llegas un
poquito tarde compensarlo sin hacer el famoso “tiempo nalga” sólo para cumplir un horario.
Eso de vivir estresado por las estadísticas para ver si le
vas “ganando” a tu compañero, de las sanciones por rebasar los minutos, y ni se
te ocurra poner como fondo de pantalla a tu novi@, paisaje de tu viaje favorito
o a tu perro porque estará bloqueado para tener el logo de la empresa (léase la Sección Amarilla).
¿Y todo esto porque lo digo? Porque asistí a Un Teatro,
sí, así se llama el sitio donde fui a ver “Érase una vez Godínez” y después de
esperar más de 20 minutos de lo pactado escuchando cómo jugaban con el
micrófono y mover elementos dentro de la sala, di mi boleto, perdón, un pedazo
de cartón, para que me dejaran entrar a ver la obra dirigida por Yaride
Rizk y tengo que decir que la hora de duración se me hizo como
veinte, ¿por qué? Porque considero que el tema daba para mucho más que emitir
críticas superfluas de la situación laboral y la frustración que ésta puede generar,
pero se queda en esto, en el intento.
El monólogo se enfoca en Mauricio Gastón quien es uno más
del grupo de los Godínez, que vive esclavizado en el tiempo pero sobre
todo en la inconsciencia de sí mismo, pero lo que lo
diferencia de los demás para sobrellevar su ritmo de vida, es su mente que se
“despierta” de repente y se convierte en un guerrero de Kung fu.

Si no fuera por la simpatía y energía de Jorge
Guerrero la obra no hubiera logrado unas pocas risas que emití porque la
mezcla de movimientos de kung fu de plano no me convencieron, se pierden varios
minutos observando cómo suda y demostrando que es "casi, casi" la reencarnación de
Bruce Lee y no en establecer más a fondo su vida rutinaria, las luchas
internas, las relaciones que tiene en el trabajo, las automatizaciones que
posee día a día, inclusive en su casa.
No puedo hablar de la escenografía porque no lo hay, existen algunos elementos básicos que acompañan al actor: una televisión, un póster, un reloj de pared, un refrigerador que se convierte en arco (¿o viceversa?), un sable y un palo que se rompió, detalle que casi estoy seguro no estaba trazado en el guión y el tradicional portafolio Godínez. Y en efecto, no son varios recursos mostrados y no importa, es lo de menos siempre y cuando haya algo que decir y aquí, considero que cojea un poco.
Y hablando de esto, hay que echar un ojo (o varios) en la
iluminación, la verdad en la mayoría de las veces me tenía que esforzar con
verle la cara al actor porque varios minutos no se le veía, las sombras lo tapaban y era muy molesto.